Pocas cosas en esta vida han tenido en mi un impacto mayor que el que me produjo la tragedia de la Pantanada de Tous. Aquel 20 de Octubre, con mis seis años recién cumplidos, mi vida, la de los míos y las de todos los que se encontraban a  mi alrededor en un ámbito de cuarenta kilómetros a la redonda, cambiaron para siempre. Fue un año que marcó mi vida y la de los míos. Fue nuestro segundo nacimiento.

Aquel día de Reyes del año 1982, a mis cinco años y acompañado de mi hermanito Carlos de tres, decidimos hacer comprender a nuestros padres que ya éramos lo suficientemente mayores como para saber que los Reyes Magos eran ellos. Así, prestos y dispuestos, esperamos sin hacer ruido a que comenzaran a subir los juguetes por la escalera de la casa situada en el número 6 de la calle Dos de Mayo, cerca de la placeta del Cid. Esperamos pacientes a que iniciaran la última subida esperanzados, porqué no decirlo, por la idea de estar equivocados y ver aparecer finalmente a Melchor, Gaspar y Baltasar. Y los vimos, caro que sí, pero en las personas de Antonio y Mari Carmen. Fue la última noche que el comedor de casa estuvo repleto de juguetes, aunque aún no lo sabíamos, y les dimos la mayor de las sorpresas a nuestros padres. El comedor rebosaba a las diez de la noche de regalos por abrir, aunque alguno se dejaba intuir como un fabuloso coche de carreras a pedales. Había también coches de policía a pilas, ropa, fichas para montar estructuras y decenas de cosas más que inundaban un comedor repleto hasta los topes de regalos y felicidad.

Porqué no negarlo, en aquellos años mis padres disfrutaban de la vida plena que ofrece un trabajo que marchaba bien. Regentaban en aquel año, el 82, el bar de La Calandria, junto a la gasolinera que compartía nombre sitos ambos dos al final del Carrer del País Valencià. No recuerdo si en aquel entonces ya se llamaba así, pero así es como se llama ahora. Era un bar familiar que se llenaba a diario y que permitía a nuestros padres, en aquellos años de precariedad, llenar el salón de casa de regalos para sus hijos. Disfrutábamos de días de playa cuando el bar cerraba un Domingo y comíamos paellas de chiringuito mientras nuestro Seat 1430 Familiar esperaba tranquilamente aparcado al lado de las dunas de arena de Cullera a que nosotros disfrutásemos del día.

En aquellos años en casa teníamos una tele en blanco y negro que estaba conectada a un transformador independiente. Recuerdo que al encenderla lo primero que se veía era un punto negro en el centro de la pantalla que poco a poco iba haciéndose más y más grande hasta que la imagen aparecía. Eran los años en los que sólo tenían televisión en color los más pudientes. Y para nosotros, críos de cinco y tres años respectivamente, algo inimaginable y por tanto innecesario. Pues bien, en aquel año también se celebró en España el mundial de Fútbol y mi padre decidió hacer un gasto extra para poner en el bar una fabulosa Espectrum a color que situó en una de las esquinas del establecimiento, en un altillo fabricado expresamente para ella y gracias a la cual el bar tuvo aún más clientela en aquellos meses. A nosotros, en aquellos años, ni nos importó ni vimos necesidad de demandarla para casa. Teníamos todo lo que un crío necesita, juguetes, una plaza en la que jugar tranquilos y unos padres que nos querían con todas sus fuerzas.

Recuerdo también, para que se hagan una idea perfecta de la fotografía personal que intento plasmarles de aquel año 1982, que el lugar en que vivía estaba cerca de una plaza ya mentada, la de Cid Campeador, en la que convergían todas las tardes decenas de niños de entre los tres y los trece o catorce años para, en un maremagnum de griterío y disfrute sin parangón, pasar las tardes sin preocupación alguna. La plaza estaba marcada por tres árboles gigantescos, supongo que para nuestra percepción, de los que de uno colgaba un botijo que los vecinos del lugar se encargaban de llenar constantemente. Estaba colgado de forma que cualquiera de los niños mayores pudiera bajarlo para ofrecérselo a uno de los menores y sentados en los bancos los abuelos de todos hacían guardia mientras disfrutábamos de nuestros juegos sin temor alguno.

Recuerdo de aquellos años las temporadas de juegos, que no eran otra cosa que el acuerdo de jugar todos los críos con un mismo tipo de juguete a la vez. Unas veces lo hacíamos a las carreras de coches utilizando como pista una línea blanca en forma de triángulo con esquinas redondeadas que utilizábamos por tandas. Otras hacíamos estragos en las jardineras porque decidíamos que tocaba jugar con las canicas, y en concreto al guas, que no era otra cosa que jugar a colar las susodichas en un agujero excavado exprofeso para aquel día. Otros al monopatín, al fútbol y en las noches de verano con los tirachinas de pinzas de tender y gomas elásticas para matar lagartijas. Me pasaría el día contando los juegos, pero pararé aquí.

En aquellos años la verdad es que todos los vecinos conocían a todos los niños del lugar. Recuerdo que el mero echo de cambiar de calle para jugar ya era toda una odisea puesto que tanto desde los balcones como desde las sillas apostadas a las puertas de casa en que se reunían los abuelos se nos reprendía por no estar donde se suponía que debíamos estar y se nos amenazaba con decírselo a nuestros padres sin no cejábamos en el empeño de estar allí al instante. Ni qué decir tiene que hacíamos caso a la primera. Pero claro es que eran otros tiempo. Recuerdo que en aquella época antes de entrar en casa tenía que plantarme en la puerta y gritar a voz en pecho para que se me escuchase un “Ave María Purísima”, que para los efectos era el “hola” de hoy en día, y al que tenía que esperar un “Sin pecado concebida” que me permitiera cruzar el umbral de la puerta. Eran tiempos en los que cuando te cruzabas con cualquiera por la calle estabas en la obligación respetuosa de ofrecerle un “Bon día” o buenos días según quien fuese. Tiempos en los que a cualquiera que te sacara dos palmos debías llamarlo respetuosamente señor y en los que no se concebía contestación alguna a cualquier mayor que por la razón que fuese te reprendiera en la calle por algo que hubieses hecho. Años, en definitiva, en los que nos educaban no sólo padres y profesores, sino también vecinos y amigos.

Sí, recuerdo aquellos años de esplendor en los que mis hermanos y yo gozamos de una infancia perfecta, sin limitaciones y amparada en una seguridad económica que sólo una tragedia como la referida de la Pantaná podían truncar de alguna manera. Aquel día veinte de Octubre recuerdo que cogí por primera ven en mi vida a mi hermanita Mari de un año en brazos. Me sentí como el héroe de una película  protegiéndola de cualquier mal. Recuerdo asomarnos al balcón y ver pasar neveras, coches y demás objetos arrastrados por el agua calle abajo hacia nuestro colegio, Los Padres. Recuerdo el horror dibujado en las caras de los vecinos también asomados a los balcones, la desazón y el miedo reflejado en sus ojos. De la noche anterior, la del diecinueve al veinte, recuerdo angustiado el golpeteo constante de la lluvia en el tejado de casa. Para un crío como yo era como revivir el diluvio universal de las Sagradas Escrituras. Supongo que estaban igual los mayores. También recuerdo las idas y venidas de mi padre a las escaleras y ese tenebroso cantineo en que se convirtió el conteo constante del número de escalones que el agua abrazaba, dos, tres, cuatro, siete, diez…creo que llego hasta doce.

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Calle dos de Mayo tras la pantanada. Al fondo está la citada plaza del Cid y tres o cuatro casas antes de ella el número 6 que es donde yo vivía.

Cuando todo acabó salimos a la calle, no recuerdo qué día fue exactamente, pero sí recuerdo toneladas de escombros por las calles y una cola inmensa hacia unos camiones que se habían situado en nuestra placeta del Cid para repartir agua, comida y mantas para los vecinos que lo habían perdido todo. Mis padres perdieron el negocio ya que se encontraba en uno de los lugares más profundos de la ciudad y necesitaron de créditos para reflotarlo que definitivamente marcaron el resto de sus vidas. Desde aquel año he dado gracias a Dios por traer al mundo al Señor Claudio, que desde su pequeña tienda de toda la vida, fió a decenas de familias durante años pera que no pasaran hambre ninguna. Un pobre hombre que se desvivió mientras tuvo su pequeña tienda para ofrecer a sus vecinos una salida airosa y honrosa a la tragedia que un pantano les había infligido. Aún hoy de vez en cuando lo veo por la calle y me paro a hablar con él. Y siempre le he recordado el que no pasáramos hambre en aquellos años, lo mucho que mis padres han estado agradecidos a él…y porqué no decirlo, lo felices que nos hacía el que nos regalara de vez en cuando una chocolatina tan solo porque le venía en gana.

Los juegos en la plaza continuaron después de la pantaná como si ésta no hubiese ocurrido jamás. La vida siguió más ruda que antes, pero siguió que era lo importante. La comodidad de nuestras vidas se quebró. No volvimos al chiringuito de la playa a comer paella nunca más. Nuestro 1430 familiar acabó bajo el agua para los eternos y nunca más volvió a estar abarrotado el comedor en la noche de Reyes con los regalos de nuestros padres. Es más, la abuela, durante los siguientes tres años nos regaló el mismo balón amarillo de reglamento. Un balón que año tras año desaparecía a los pocos días de habernos sido regalado para volver de nuevo en esa misma noche. Hasta ahí llegó la necesidad y el ingenio de unos padres y abuelos para que las navidades, en lo posible, continuaran siendo algo bonito que nos infundiera alegría para el resto del año.

El coche a pedales de aquel año se lo llevó la riada, al tiempo que se llevaba cosas muchísimo más importantes para otras muchísimas personas. La riada, la pantanada del ochenta y dos, fue una bofetada en la cara de miles de personas que pasaron a la pobreza más absoluta y de la que pudieron reponerse gracias a las ayudas de los pueblos vecinos que mandaron camiones cargados de alimentos para aquellos seres humanos a los que una negligencia sumió en el caos y la desesperación. Y eso es lo que se recuerda en el día de hoy, la solidaridad y la ayuda que en momentos de necesidad el ser humano es capaz de prestar a desconocidos. Nuestra humanidad al fin y al cabo.

Yo crecí y me convertí en lo que ahora soy. La falta de juguetes no me hizo más desgraciado, sino que más bien me enseñó a conformarme con lo que tenía. La Pantaná del ochenta y dos convirtió parques en lodazales, negocios en ruinas financieras, alegrías en tristezas, pero también hizo una cosa buena; unió a miles de personas en la solidaridad, el compañerismo y la necesidad. Nos marcó a toda una generación. Nos hizo como somos.

Un mes llevamos a cuestas el tema éste del independentismo Catalán. Un mes en el que los discursos, lejos de aplacarse en la ira, han ido aumentando en intensidad. Un mes en el que sólo puede quedar una cosa clara, en las próximas elecciones Catalanas serán los votantes quienes den y quiten razones. Ellos, los que den cuerpo a un espíritu que renació con fuerza en la Diada y que sólo los propios Catalanes pueden detener o alentar. Cualquier resultado dará idea del pensamiento verdadero de los ciudadanos Catalanes.

12 OCTUBRE

Durante años hemos escuchado desde el resto de España que la mayoría de los Catalanes no querían la independencia. En estos días, con una Convergencia i Unió enrollada en la bandera independentista, una ERC cuasi desplazada de su lugar por la primera y un PSC condenado a la ambigüedad de su estrategia política, la voz de los ciudadanos será de verdad vinculante. Cualquier voto a estos tres partidos se podrá tomar como aceptación implícita del independentismo rupturista. Tal vez no tanto el PSC, pero creo que para una vez que el voto necesita tanto de claridad y transparencia, hay que penalizar tanta ambigüedad y el agarre a la desesperada que el partido ha protagonizado al clavo del federalismo.

Y sí, una vez el referéndum es de todas todas imposible e ilegal, bien harán los no nacionalistas en tomarse estas elecciones como un plebiscito a su Españolidad. Lo contrario, lo crean o no, supondrá aceptación de las proclamas nacionalistas.