Si hay algo que necesita el periodismo como agua de Mayo es saberse reconocido socialmente como se merece. En la era de la información, esa del mal llamado periodismo ciudadano que Marcelino no acepta como denominación, la desconfianza que provocan en nosotros los perfiles sociales de los periodistas y sus indisimuladas tendencias políticas, hacen que dicho reconocimiento se torne en una desconfianza congénita que induce a la objeción de cualquier atisbo de comentario que de ellos pudiera salir.

El dospuntocerismo, la moda de la tertulia de trinchera, el tributo al culto a la personalidad en detrimento de la mera información, han llevado a la profesión del periodista a un callejón sin salida que ha acabado por simplificar el concepto periodístico hasta el punto de no poder diferenciarlo de la opinión. La unión indisoluble entre periodistas y protagonistas de la información, ha terminado dinamitando la credibilidad de los primeros y confiriendo un aura de pagadores de favores a los segundos, que como última consecuencia, ha traído la desestabilización de la cuarta pata de la democracia hasta hacerla casi caer.

Y aún así, el caso Bárcenas, el Gürtel, los ERE’s Andaluces y demás escándalos de corrupción nos llevan a los ciudadanos a la certeza de que la del periodismo, por cutre, vendida o tergiversada que nos pueda parecer, es la única vía posible que nos queda para sabernos informados.

Podremos rebatir de forma automática cualquier información que se pueda dar en función de quien sea el que la de. Pero si hay algo que estos últimos años nos deberían haber enseñado ya, es que por muy corrompida, embarrada y teledirigida que nos pueda parecer la profesión periodística, al final siempre queda demostrado que donde se intuyó el humo hubo fuego. Y a eso es a lo que deben agarrarse quienes creen de verdad en el cuarto poder de la democracia.

0 Comentarios

Compañeros de viaje

Yo no se si alguna vez ustedes se han aventurado a realizar un ejercicio de observación periférica de su entorno cibernauta. Tal vez algo así como recordar a sus compañeros de viaje en sus comienzos y compararlos con el ahora que viven. Fijarse en si hacen lo mismo. Si han evolucionado en sus trabajos. O, como me ha pasado a mi, si han llegado a ver cómo lo que ustedes siempre creyeron, que escribir en un blog no servía para nada, ha pasado a convertirse en la mayor de las mentiras bajo las que sustentaron sus más básicas creencias blogosféricas.

Tal vez el único límite que ponga la red para realizar los más disparatados sueños que pueda uno engendrar está nosotros mismos. Por aquí han pasado personas que ayer no eran más que blogueros y hoy escriben libros, participan en programas de radio o disfrutan de la escritura de alguna que otra columna de periódico. Lo único que hicieron para llegar a ello fue escribir en sus blogs, hacerlo con cariño y aceptar los riesgos de ponerse una meta mayor que la de simplemente pasar el rato.

Yo sigo conduciendo mi camión, escribo cada mucho por aquí y disfruto de mis lecturas blogueras ya a través del móvil. No he evolucionado nada, aunque hay quien diría que sí, pero disfruto. Y admiro a quienes han sabido sacarle partido a escribir en sus bitácoras. En plena crisis es agradable comprobar que si uno quiere pueda darle una vuelta completa a su vida.

Uno, en su agradable visión periférica de su entorno blogosférico, se congratula de saberse acompañado por ciudadanos tan admirables. Uno llegaría incluso a repensarse lo que hace unos días declinó a través del correo. Pero uno no es ellos. Uno no es constante. Uno, en definitiva, no es capaz de adquirir ese tipo de compromisos.

Yo soy mi límite. Un límite que de momento acepto con agrado. Espero que comprendas la negativa Montse. Espero que comprendas que mi blog, el escribir en él, aún tras casi diez años de andadura, sigue siendo no más que un pasatiempo agradable del que disfruto tan solo cuando mi pequeño duerme. No evoluciono, pero me es agradable pensar que hoy por hoy tengo exactamente lo que quiero tener.

No pido más. No quiero más.

Ayer coincidí con un conocido político de mi ciudad en un centro comercial de un pueblo vecino. El susodicho no es ni más ni menos que el tantas veces criticado por mi Josep Bermúdez. ¿Y saben una cosa? Es un tío normal. Hasta se sorprendió de que lo conociera siendo como es que pone su imagen al servicio de su partido y su fotografía en su blog, Facebook y twitter. Un tío normal que ayer iba hacia una reunión en pleno Sábado tarde para tratar un asunto relacionado con el agua. Eso dijo. Un Sábado por la tarde.

Este hecho hizo que viera desde otro prisma a los políticos y me empezara a convencer de que en realidad la culpa de que sintamos a los políticos como uno de los principales problemas de la ciudadanía reside únicamente en su incapacidad manifiesta para hacer llegar a ésta su sacrificada labor. Han leído bien, sacrificada. Ya me dirán qué calificativo debería tener el hecho de trabajar un Sábado por la tarde si no es ese…

A mi las ideas de Josep Bermúdez no me gustan. Tampoco su formación política y la reminiscencia de la que nace. Pero una vez apartadas de la foto fija todas estas cuestiones y con la sola imagen del ciudadano llano que se nos presenta como político que desea nuestro voto, deberíamos de confesar que hasta el más contrario a nuestras convicciones podría llegar a caernos bien. Al fin y al cabo no es más que otro ser humano que ha decidido dejar de esconderse tras una urna cada cuatro años y pasar a la primera línea a sabiendas de que de ahora en adelante cualquier cosa que haga o diga será de dominio público. Si eso es así, y lo es al menos por mi parte, ¿por qué tanta inquina, desafección y odio hacia otras personas que sólo han decidido dedicarse al servicio público?

Pues por la incapacidad de estos de enseñarnos su labor al resto de ciudadanos. Por su corporativismo a la hora de defenderse de casos de corrupción. Su empecinamiento en criticar cualquier cosa que venga del bando contrario. O ignorar deliberadamente las cosas buenas que les puedan llegar desde él. Cada vez que omiten un acuerdo germina más discordia ciudadana. Con cada media verdad la desconfianza. Con cada golpe de falso victimismo el odio hacia su labor.

Miramos a los bancos y los culpamos de la crisis. Miramos a los políticos y también. Los bancos no van a cambiar. Así que puede que la pelota del cambio esté situada en el tejado de los segundos. Si consiguen que confiemos en ellos, que entendamos su labor, que apreciemos su sacrificio, tal vez las cosas comiencen a cambiar para mejor.

Es cierto, hoy he hablado de un concejal de pueblo. Pero recuerden que es uno que está en las antípodas de mi ideario. Dirán que es sencillo hacer que alguien tan contrario a tus ideas te parezca persona cuando sabes que puedes coincidir con él cualquier día en una tienda de barrio. Es cierto. Pero es desde ahí y a partir de ellos desde donde está la cura para el mal de los políticos. A los de arriba se los pone desde abajo. Ni Rajoy, ni Rubalcaba, ni Cayo Lara, ni Rosa Diez nacieron siendo líderes sociales. También ellos comenzaron su andadura política como miembros de base y fueron ciudadanos como Josep Bermúdez quienes los auparon en sus respectivos partidos hasta el lugar en el que se encuentran.

Todos sabemos que el problema de los políticos, si somos sinceros con nosotros mismos, reside en que deben muchos favores a ciudadanos como Josep. Cuanto más alto se llega mayor es el coste que tienen los apoyos. Y cuanto mayor es el poder al que se aspira superior el lobbies del que se saben deudores. Ahí reside su problema. Sus deudas particulares. Las deudas que al final siempre acabamos pagando los ciudadanos.

Desde que comenzara mi aventura bloguera he tenido la sensación de que elegía mi camino arrastrado por la marabunta que me rodeaba. Mi visión del mundo blogueril se limitó por tanto a la reducida visión de una forma de revolución ciudadana con dos enemigos concretos; los medios de comunicación alineados a partidos políticos y los propios partidos con sus descomunales aparatos. Hoy en día creo sinceramente que la batalla la hemos perdido. Los periodistas que en aquel entonces se desgañitaban lanzando pestes sobre los bloguers, hoy son reconocidos gurús mediáticos de éstos y no sólo han pasado a convertirse en referencia de la opinión en este mundillo, sino que además han encabezado la revolución dospuntocerista de la mano de Twitter.

Estos periodistas hacen de los hasgtags una herramienta desde la cual conseguir más adeptos a sus particulares visiones de la opinión, convencen y transforman a sus oyentes, televidentes y lectores en voceros desinteresados de unos mensajes que les han sido dictados a la luz de una vela en un cuarto oscuro cualquiera de la tercera planta de la casa política a la que pertenecen y han logrado convertir lo que bien podría haber supuesto el fin de la mentira en la que vivimos en nada menos que su más garante seguro de vida.

Desde hace meses me cuesta un trabajo insufrible ponerme a expresar mis opiniones por aquí. Cada vez que alguien decide responder a una de mis opiniones con una retahíla de mensajes pre-aprendidos me convenzo un poco más de que es inútil perseverar en la obcecación. La mayoría dice leer varios periódicos al día. Yo no lo creo. No se puede leer El Mundo, El País, La Razón, Público o el ABC en un día y después mantener el dedo acusador en una misma dirección de forma inalterable. Es imposible que alguien que lea al menos dos de estos periódicos pueda mantenerse seguro de nada cuanto crea  que ha aprendido leyéndolos. Es utópico que el dedo permanezca perennemente acusador en una misma dirección sin que la sombra de la duda haga acto de presencia en el subconsciente de cualquiera que adopte la estrafalaria determinación de traicionar a su línea editorial con la contraria. La duda debería ser buena, sana, necesaria, y sin embargo para la mayoría supone más debilidad que inteligencia. Hasta ahí nos ha llegado la mierda.

Decía Alfred Marshall que toda frase breve acerca de la economía es intrínsecamente falsa. Yo lo creo. Cualquier frase que reduzca su tamaño para intentar ser comprendida pierde muchos de los matices que le dan forma. La economía, la política, la opinión, no se pueden contar con frases cortas que desvirtúen su significado. Han de ser largas, avezadas en su explayado, simples en su conjunción. Pero no cortas. Tal vez por eso en un principio no me gustó la herramienta del pajarito. Era demasiado evidente que la tendencia de los blogs hacia Twitter desvirtuaría su contenido hasta reducirlo a los ciento cuarenta caracteres que nunca han alcanzado para resumir más que el sonido de una ventosidad salida de las nalgas. Y la evolución de este mundillo del que me reconozco desengañado ha derivado en un silencio sepulcral en uno de sus pilares para pasar a convertirse en un sencillo escaparate de titulares al que rara vez le sigue la lectura de un artículo. El silencio de los blogs se ha convertido en un ruido estruendoso en la relampagueantes manos de twitter y demás redes sociales.

Ya no hay conversación, tan solo eco. Y el eco, como los mensajes pre-aprendidos , no es más que otro de los ruidos que debemos rehuir para conseguir permanecer informados de forma veraz y efectiva.