La mayor parte de los ciudadanos de éste país adolece de lo que se ha dado en llamar comúnmente en la tabla de colores como ‘gris’. Solemos arrojarnos a los brazos de la rabia tan pronto nos caemos de los de la placidez. Aborrecemos las medias tintas. Pasamos del cabreo a la euforia, tan rápido como aquel mítico mago de America’s got talent cambiaba los vestidos de sus azafatas. Para colmo de los demócratas del mundo, aceptamos opiniones interesadas y las damos como hechos irrefutables sin que aparezca sonrosado el más mínimo rubor en nuestras mejillas. Como decía aquel mítico spot, aceptamos barco como animal acuático con tal de que nos dejen seguir jugando. Lo del debate sobre Monarquía y República es lo mismo. Liquidamos la Monarquía tan efusivamente como ayer nos convertíamos en Monárquicos furibundos cada vez que un aniversario relacionado con dicha Institución se hacía carne en el calendario. No nos importaba, a decir verdad, dónde estaba el rey cazando con tal de que estuviera presente, cada 24 de Diciembre, en la presidencia de nuestra mesa de cena de Noche Buena. Cierto es que cambiaras al canal que cambiaras siempre estaba el monarca con su discurso leído en el telepronter. Pero eso no nos importaba los más mínimo, para nuestro intelecto inevitablemente limitado y deficiente, hubiese bastado con que el Rey no hubiese tenido hijo alguno capaz de heredar el trono para que no nos hubiese importado nunca qué hacía o dejaba de hacer fuera del objetivo de las cámaras. Sus cuñados y ahora sus hijas han sido su perdición. Y con ellos nos ha invadido esa extraña necesidad de convertirnos en auditores de una monarquía que hasta ayer era tabú obligado para nuestros medios de comunicación por expreso deseo de la ciudadanía de la cual formamos parte. Y ahora vemos al Rey paseándose con la que parece su amante y nos rasgamos las vestiduras cual fariseos juzgando a Jesús de Nazaret hace dos mil y pico años. No hemos aprendido nada. No somos capaces de diferenciar entre Instituciones y personas. No aceptamos que el Rey, por Rey que sea, no deja de ser un ser humano sometido a la dictadura del libre albedrío, a la posibilidad de equivocarse, de mentir o de sentirse acorralado por una actualidad de la que nunca se imaginó protagonista. Aplaudimos que se casaran sus hijos con muchachos de baja cuna y después nos escandalizamos de que estos hayan sido víctimas de las posibilidades que las puertas abiertas por una Institución como la corona les han plantado ante las narices. Creímos infantilmente que actuarían como factor de humildad en la corona y se han convertido en su causa de repudio más evidente. Y ahora el Rey se rompe la cadera de una de sus incontables cacerías y se ve sometido al juicio televisivo de unos medios que han visto cómo su cadena de tabúes con respecto a dicha institución se rompía en mil pedazos como consecuencia de la crisis que amordaza a los ciudadanos que la mantenían intacta. Así somos, respetables hasta en eso. Deberíamos recordar que las Instituciones que hoy existen son las que nos han llevado a poder escribir lo que nos plazca sin miedo ninguno. Podemos criticar al Rey, a nuestros políticos, a nuestros conciudadanos mismos. Pero debemos aprender a poner por encima de las personas a las Instituciones que representan, porque si no lo hacemos podemos caer en el error de eliminar cualquier atisbo de legitimidad en las bases de nuestra democracia. Y no digo con esto que el Rey deba continuar siéndolo tan sólo por su papel en la Transición o en el 23F. Digo, sin más, que tal vez el Rey deba abdicar en favor de su hijo, porque él mismo está agotado para servir a la democracia de la que fue argamasa de su construcción. Y tal vez su hijo haga entrar en el corazón de todos los Españoles a la monarquía, ya sea por sus buenos actos futuros, que seguro los tendrá, o porque cierre el círculo que un día comenzó a trazar su padre y se convierta en el eslabón que dio paso a la República de la única forma pacífica que concibo, en una segunda transición liderada por la propia corona que aspira a ostentar. ¿Que eso es esperar mucho? Puede, pero hasta donde yo se tampoco en el 75 esperaban vivir dos años después en democracia y Juan Carlos nos lo regaló sin pedirnos más que pleitesía a cambio. Tal vez su hijo concluya el camino que su padre no pudo más que comenzar. Y suerte que no lo hizo. Hoy el ejército no es el mismo que ayer, ni nuestros políticos, ni los propios ciudadanos. Somos hijos de la democracia y por tanto se nos supone más maduros para calibrar nuestras inquinas…¿O no? |
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