Al parecer y siempre según las últimas noticias, tan sólo el siete por ciento de los ciudadanos de Crimea está optando por la restauración de la Constitución de 1992 y continuar siendo Ucranianos. El resto, un noventa y tres por ciento, parece que ha decidido ser Ruso. Mirando un poco más hacia occidente, encontramos dos regiones más que se debaten entre la secesión y la opción de redefinir los lazos que las unen a los países a los que pertenecen en estos momentos. Al mismo tiempo todas se distancian las unas de las otras evitando similitudes que las puedan perjudicar en sus pretensiones. Y aún así, las tres consultas dejan un regusto amargo en todo convencido demócrata que se precie.

Leía hace un rato en un tuit que ya no he conseguido recuperar, algo así como que todos los referendums que nos parecen ilegales son precisamente los que tienen más probabilidades de obtener un resultado contrario a nuestros intereses. Era el tuit un resumen magistral de las frustraciones a las que, en estos tiempos de consultas y referendums, se debe enfrentar todo buen demócrata que se precie. Una especie de opa hostil contra uno mismo que todos deberíamos realizarnos para descubrir hasta qué punto somos capaces de razonar las consignas que tan alegremente proclamamos cuando creemos que alguien nos escucha.

En un mundo en el que la democracia se escribe en mayúsculas, donde la ciudadanía participa directamente de la política, en la que la voz del pueblo puede ser escuchada en una urna, ¿Con qué autoridad moral se puede denegar una consulta?¿Y cómo justificar dicha negación ante un más que probable resultado contrario a nuestros intereses? En un mundo en el que el relativismo es funcional y suele estar orientado según el viento predominante del momento, oponerse a preguntar y aceptar su resultado pueden ser las opciones que maneje un mismo partido en función de por donde vea que le caen los tiros. Da igual sin uno es contrario o no a una consulta, siempre hay tiempo para recular y optar por el camino contrario.

Para un demócrata convencido es un poco más complicado. El laberinto jurisdiccional al que los políticos dirigen sus proclamas choca directamente con la simplicidad de una pregunta, ¿qué va antes, el deseo del pueblo o la ley que conforma su ordenamiento jurídico? Tanto los que proclaman el dominio de lo primero, como los que hacen lo propio con lo segundo, tienden a enzarzarse en guerras dialécticas sin fin. Conversaciones de besugos que no hacen más que fortalecer a los partidos políticos que instigan esas luchas ciudadanas y que han encontrado en las Redes Sociales un caldo de cultivo primigenio inigualable para expandir sus diatribas a una velocidad de vértigo.

Ante un referéndum que se propone fuera de la ley pero que acaba en un resultado como el Crimeano poco o nada puede hacer un ciudadano que ama la democracia. Tanto estar a favor de éste como en contra, traiciona alguno de sus principios elementales. Pero no es este un problema del ciudadano que se ve arrojado a los brazos de este dilema democrático, sino más bien de los políticos que cegados por el poder arrastran a sus compatriotas a encrucijadas que difícilmente pueden tener una salida democrática al uso.

Con toda la sabiduría que la humanidad ha atesorado a lo largo de los milenios que ha permanecido sobre la faz de la tierra, aún no ha sido capaz de responderse a la pregunta de qué fue primero, si el huevo o la gallina. Con una consulta formulada de forma ilegal pero que acabara con una victoria aplastante en favor de la independencia pasaría lo mismo. ¿Qué sería más democrático, aceptar el resultado u obviarlo por no ser conforme a la ley?

Piénsenlo. No es sencillo ser demócrata en estos tiempos de consultas y referéndums...

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