Pasado mañana hará diez años del atentado que cambiaría la historia reciente y futura del mundo. Y que lo cambiaría de tal forma que ni siquiera los que acostumbrábamos a vivir en él seríamos hoy capaces de reconocerlo. Ni aún habiendo sigo testigos mudos del transcurrir de un tiempo que nos ha conducido hasta el actual, terrorífico y decepcionante presente.

Es una lástima que una tragedia como la que aquel fatídico 11S vivimos no haya sido suficiente para hacernos comprender, reconocer y rectificar los errores que nos llevaron hasta aquel infausto punto de inflexión en las relaciones internacionales entre países.

Si antes de que aquellos aviones atravesaran los corazones de millones de estupefactos televidentes, las relaciones entre los distintos gobiernos se limitaban la mayor de las veces a mantener imperturbable la indiferencia propia de quien cree a pies juntillas aquello de que cada quien se busca sus propios problemas, el transcurso de los diez años siguientes no ha derivado en nada más que en la simple disección y partición de un mundo globalizado en dos grandes hemisferios, nítidamente diferenciados entre sí y que a ojos de cualquier ciudadano con dos dedos de frente no debería ser más que un mero rescoldo de un pensamiento desfasado, inútil y obsoleto; las religiones.

Tres mil y pico muertos en unas torres gemelas, unas cuantas guerras en distintos países y unas cuantas empresas armamentísticas forrándose a manos llenas mientras el mundo entre en crisis de deuda. Ese es al fin y al cabo el único balance fehaciente del décimo aniversario del 11S.


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