Pocas veces he visto tan claro que una convocatoria sindical acabe abocada al más estrepitoso fracaso, que la que para el veintinueve de Marzo han preparado los sindicatos en forma de huelga general. Mucho tendrían que haber cambiado las tornas, y por las encuestas de las campañas electorales Andaluzas y Asturianas no lo han hecho, para que un partido, que acaba de conseguir una mayoría absoluta aplastante no hace aún cien días, pierda de golpe y porrazo todo respaldo social y vea sumidas las calles del país en multitudinarias manifestaciones que cuestionen la legitimidad que los votos le otorgaron hace tan poco tiempo. Y eso que creo que entrar en el embarrado terreno de las legitimidades es una trampa lingüística de la que todos deberíamos huir horrorizados.

En realidad creo que la propia convocatoria es la única salida que le quedaba a los sindicatos para escenificar su contrariedad por la reforma laboral aprobada en Consejo de Ministros. Su abnegada ofuscación por mantener viva una eterna negociación colectiva, que llevaba ya unos cuantos años en marcha sin que acabara por fructificar en nada más que simples frases hechas y vaporosas elucubraciones, han sumido a la ciudadanía en un estado de ánimo bohemio contra el que creo no están preparados sus dirigentes. La certeza que supone el adivinar que la mayoría de quienes votaron al Partido Popular hace tan poco tiempo ya sabían lo que iba a hacer éste cuando ganara las elecciones, hace que el movimiento que estos han iniciado con la convocatoria sea una trampa mortal que acabará por deslegitimarlos en el corto plazo para cualquier reivindicación futura.

Los tempos de Rajoy, Gallego por excelencia, han conseguido obligar a los sindicatos a retratarse en la calle, aún sabiendo éstos que pululan por el filo de la navaja. Es más, creo que ellos han convocado la huelga a regañadientes sabedores del reto que supone citar a las masas contra un gobierno elegido por ellas mismas sin que éste haya tenido tiempo para desgastarse lo más mínimo. Los sindicatos, en mi opinión, no han hecho más que seguir la hoja de ruta de un Rajoy reformista que sabe que éste, y no otro, es el mejor momento para sufrir una convocatoria de huelga general.

Eran habas contadas. La reforma propuesta y ejecutada por Rajoy no ha sido más que un acelerón que ha provocado que los Sindicatos se salten a la torera los más elementales pasos necesarios para generar un estado de opinión ciudadana con el que sustentar sus reivindicaciones. No les ha dado tiempo para realizar concentraciones de fin de semana que faciliten la germinación de afinidades con éstos. Sin tiempo suficiente tampoco para que los ciudadanos digieran la reforma y decidan sobre ésta. Postrados a convertirse en simples agentes sociales cuya única virtud es la de transformarse en meros agentes reactivos a movimientos ya efectuados. Y sin capacidad real para anticipar situaciones que puedan poner en jaque los derechos laborales ya conseguidos. Han picado, caído en la trampa de Rajoy y cavado la tumba en que serán enterrados.

Rajoy ha jugado muy bien sus cartas. Ya lo dejaba entrever aquel chascarrillo que se destapó tras la conversación indiscreta que el Presidente tuvo con Jyrki Katainen, en que le adelantaba la próxima convocatoria de huelga que fructificaría tras la reforma laboral. Muchos dijeron en su momento que se le pilló con las manos en la masa. E incluso algún dirigente político picó y anunció que el Presidente era el primero de la historia en auto-convocarse una de éstas. Para mi los pasos que han llevado a los sindicatos ha llamar a la huelga han estado muy calculados. Y por primera vez en mi vida creo, y creo que acierto al hacerlo, que éstos no han sido dueños de sus decisiones sino más bien rehenes de las de otros.

Se ha convocado una huelga en la que no se cree. Sin un tejido social proclive a la misma. Con una mayoría ciudadana contraria, entre los que me incluyo, a la labor realizada durante los últimos años por los convocantes. Por primera vez en mi vida los Sindicatos me producen una tierna afabilidad. Se equivocan. Lo saben. Y aún así no les queda más remedio que precipitarse al vacío de un emplazamiento destinado al más absoluto fracaso.

Antes de nada he de confesar que servidor nunca se ha sentido representado por Sindicato alguno de Trabajadores. Tal vez la razón de tal sinsentido sea el que nunca haya trabajado para una gran empresa. Ya saben que cuando se trabaja para una PYME, y si no se lo digo ahora, lo normal es acordar el salario directamente con el empresario sin llegar a pasar a sabiendas, aunque sea un error pensar tal cosa, por convenio alguno que encuadre lo que debería ser nuestro salario en un marco laboral estipulado con antelación. Y digo que es un error porque al final siempre, lo creamos o no, nuestro jornal tiene como base un convenio que en su día pactaron las centrales sindicales y patronales.

Podremos debatir tantas veces como queramos la representatividad de los sindicatos y al final, si somos francos con nosotros mismos, tendremos que reconocer que si bien poco tenemos que agradecerles a los susodichos en nuestro día a día, sí deberíamos aceptar que la base sobre la que nuestro salario se ajusta a derecho fue, es y será siempre fruto del trabajo de los mismos. Tal vez sea lo único que ellos hagan por nosotros en toda nuestra vida. Y tal vez también poco o nada hagan cuando esto acabe desapareciendo por el desagüe de la crisis. Pero creo, y lo hago fervientemente, que ninguno deberíamos olvidar tal cosa en un primer paso que irremediablemente acaba siendo seguido por un  segundo que los criminaliza y aleja de una ciudadanía que sencillamente ha estado y está mal gestionada socialmente durante décadas.

Miren. Yo he estado en el paro. Lo estuve siete meses seguidos. Y cuando me planté en una sede de CCOO para apuntarme a los cursos que allí se realizaban, me encontré con una traba que nunca imaginé posible; en los cursos tenían prioridad los trabajadores afiliados al sindicato. Dicha política, no reconocida abiertamente por los mismos, pero corroborada por infinidad de parados que equivocadamente pensaron como yo que éstos los ayudarían a salir del trance en que se encontraban es, de largo, uno de los motivos por los que el sindicalismo pierde fuerza a marchas forzadas entre quienes en teoría deberían ser sus más fervientes seguidores. Si a ello le sumamos el equivocado mantra que reza que éstos por naturaleza deben ser de izquierdas y a renglón seguido escuchamos de sus dirigentes confesiones ideológicas que se oponen abiertamente a las convicciones que cada uno pueda tener en el terreno político, la catástrofe, la debacle y el descorazonador alejamiento entre ciudadanos y plataformas sindicales se tornan inevitables.

La extraña y banal necesidad de la que los Sindicatos hacen bandera que los convierte en arietes de una izquierda obrera que lucha, incansablemente, contra la opresión de unos señores con frac y chistera que pululan entre montañas de billetes de quinientos euros como si de baños de leche Cleopratianos se tratara, se convierte, para quienes como yo poco o nada comulgamos con los actuales representantes de la izquierda de éste país, en un inmenso dique de contención que nos aleja de cualquier posible sentimiento de representatividad.

El modelo nórdico, más cercano al simple trabajador y alejado de filiaciones políticas que puedan laminar su, ya de por sí en entredicho, utilidad en épocas de crisis galopantes, ofrece al asalariado una fiabilidad que el actual modelo Español, escorado a un lado del Congreso, vendido a las subvenciones y politizado como movimiento pancartero, convertido en punta de lanza de un partido derrotado electoralmente y otros que permanecen anclados en una transición que cualquiera con dos dedos de frente debería ya ver como parte de nuestra historia y no como algo de cuya revisión depende la democracia que vayamos a heredar en un futuro a medio plazo, sería el remedio para sanar la perpetua crisis sindical que todos sufrimos.

La proclamación de una filiación política por parte de un sindicato de por sí ya aparta de su lado a quienes no comulgan con la misma. Si además las protestas, cuando quien gobierna es del lado de la acera por la que ellos transitan, se tornan de perfil bajo y se dirigen hacia entes abstractos como la simple crisis, o con lemas poco o nada lesivos como en este caso un vacuo “Así no, yo voy”, para más tarde comprobar que la virulencia, la convicción y la necesidad de respaldo social antes ignoradas, se hacen necesarias cuando esa coincidencia ideológica ya no habita en La Moncloa, se consigue de forma instantánea un divorcio ciudadano de dimensiones insalvables que hace, que los mismos trabajadores, acaben consintiendo un ataque destructivo y cuasi genocida contra unos representantes sindicales que si bien no son hoy plato del gusto de quien esto escribe, sí que son necesarios para el futuro laboral y del bienestar de millones de ciudadanos tanto en el presente como en el futuro.

La poco y casi nula aceptación Sindical no es culpa de quienes como yo renunciamos a la representatividad de los mismos, sino más bien de quienes durante estos últimos años han convertido sus poltronas Sindicales en meros atriles políticos de aleccionamiento y aval social, convirtiendo lo que otrora fue un movimiento social y laboral en un simple megáfono de justificación política.

El motivo por el que los Sindicatos han caído en el sinsentido del odio social, es que éstos, durante los años en que el desempleo desbordó las previsiones del anterior ejecutivo, no movieron ficha y se centraron única y exclusivamente en la mantención de unos derechos laborales que tan solo afectaban a quienes aún trabajaban. Han olvidado durante años a quienes han ido siendo despedidos, mientras han ignorado el sencillo deber de ayudar a quienes se han ido quedando desamparados a las puertas de sus oficinas. También ha influido el conocimiento, por parte de la ciudadanía, de la existencia de unas subvenciones gracias a las cuales éstos sobreviven como gestores. La creación de diques de contención contra la marea ciudadana que ha acabado olvidada en el INEM, en forma de cursos exclusivos para afiliados patrocinados con dineros de todos, tampoco ha ayudado. Tampoco las manifestaciones incendiarias, las peticiones llegadas a destiempo, o las innecesarias hoy en día movilizaciones que ponen en jaque la ya de por sí débil coyuntura económica de miles de empresas, que sobreviven agarradas al clavo ardiendo de la vana esperanza de recuperación hace un par de años tan cacareada. Todos ellos son motivos por los que los Sindicatos no sintonizan con una ciudadanía resignada.

La desconexión con la realidad en que han vivido durante años, ha dejado paso a una atropellada carrera de obstáculos cuya pretensión es la de recuperar un apoyo ciudadano que hace tiempo no existe. Y la verdad es que llegan tarde a esa meta. Servidor no irá a huelga alguna que éstos convoquen. No se afiliará a ninguno de ellos. No los apoyará nunca. No al menos mientras mantengan un discurso que divide a los ciudadanos entre perchas de frac y monos de trabajo. No mientras la política conforme el noventa por ciento de su discurso. No mientras persistan en la mantención de una financiación con dinero público que irremediablemente crea un vínculo de servilismo con quienes decidan en un momento dado aumentarlo, o de enemistad con quien opte por acortarlo.