Habría que poner negro sobre blanco cuales deben ser las líneas rojas que delimiten al nacionalismo en España. Si en plena transición el grito que desde las ahora llamadas Comunidades Históricas se entonaba era el de ‘Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía’, ahora, con todas las competencias prácticamente cedidas a éstas y un estado sumamente descentralizado, éste se ha tornado en el de la simple y llana independencia.

Treinta años acomplejados por el nacionalismo periférico, nos han hecho creer que la descentralización era un mal menor, tanto en cuanto servía para apaciguar las reivindicaciones de los sentimientos nacionalistas. Pero la realidad se torna muchas veces caprichosa y ahora nos damos cuenta de que, si lo que creíamos era que el actual marco constitucional era el que todos nos habíamos impuesto para mantener nuestra propia convivencia a salvo, ahora justamente esos que más y mejor se han beneficiado del susodicho ponen el grito en el cielo y se plantean, con el beneplácito del actual gobierno de la nación, que tal vez éste ya no sea tan bueno como lo era antes.

Habría que poner límites al nacionalismo, y no solo con la ley d’Hondt, sino también con la forma con la que los sucesivos gobiernos de la nación se ven postrados ante las exigencias de unos regionalistas que solo buscan el mantenimiento de su ficticia lucha para permanecer en sus poltronas.

El límite creo que estaría muy claro, que solo los que se presentaran en toda la nación contaran para formar parte del Congreso de los Diputados. Así no habría que tocar la malísima ley antes mentada. Así solo estarían representados quienes de verdad aspiran a gobernar España alguna vez en la vida.

¿Que ellos también merecen representación? Pues claro que sí, les doy la razón, y por eso les recuerdo que para eso ya está el senado.

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