Uno se aficiona a leer panfletos, ya saben, esos recortes de pensamiento anónimo estampados en páginas otrora blancas como la nieve y hoy emborronadas bajo las tachaduras de una segunda e inútil valoración de lo escrito antes de ser publicados, y se olvida de que la única razón que existe para que ellos, los panfletos, pervivan a lo largo de los años, es, ni más ni menos, que la propia existencia de seres como nosotros, que subyugados al placer que proporciona el que les regalen los oídos, se perpetúan en la sociedad favoreciendo que lo que bien podría haberse finiquitado de un plumazo, se convierta en alimento imprescindible del extinto intelecto individual, que más tarde pasará a convertirse en colectivo, y que acabará, cómo no, trocado en una losa que entierre lo que un día pudo representar el pensamiento crítico individual.

El mundo, señores, se nos va a la mierda. No nos queda nada que podamos defender del modelo que nos dimos. Políticos. Banqueros. Instituciones. Funcionarios. Nuestras quejas suenan vacías. Suenan iguales salgan de la boca que salgan. Renegamos de lo que ayer aplaudimos. Lo desechamos al cubo de la basura y borramos de nuestra memoria cualquier atisbo de razón para su existencia que nuestras libidinosas mentes pudieran esconder entre sus insondables pliegues. Olvidamos, como nos pedía el Gran Hermano de George Orwell, y aceptamos sin remordimiento que tanto da cuatro que cinco, con tal de que nuestra respuesta, correcta o incorrecta, agrade a quien deba agradar. Sin remordimientos. Sin juicios de valor. Sin pestañear.

Leemos y mientras tanto asentimos. Sin apartar la mirada de los renglones que tememos perder de vista no sea que cambien en el tiempo de un parpadeo. Ardemos en deseos de leer la verdad definitiva. Pero no para regodearnos en ella. No. Lo hacemos para poder dejar de aprender nuevas verdades. Para parar de desechar recuerdos que puede que en realidad nos gusten, pero que la actualidad nos obliga a obviar. Reaprendemos a aprender y a mecanizar respuestas establecidas en otras mentes. Repetimos frases, conceptos e ideas ya mascadas por otros, a las que les incorporamos sintaxis equivocadas con las que personalizarlas sin que se puedan desvirtuar en sus contenidos, sus significados, sus fines. Yo leo. Critico y leo. Y aún así, sólo soy capaz de escribir panfletos.

Poco más hay que decir salvo una sola cosa, yo al menos no vivo de ello.

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