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Que se jodan

Uno escucha toda la semana esa frase y no puede más que cabrearse con la política que la hace suya. Después, se acuerda que aquí cada uno suelta su improperio cuando le toca y la víscera se le diluye entre el cansancio y el aburrimiento. Recuerda los insultos, las mentiras y las pajas mentales que pretenden provocar entre los ciudadanos quienes se arrogan su voto y acaba buscando un billete de avión con el que acabar huyendo de este país de salva patrias varios. Más tarde, cuando uno atina a comprender que la página de Iberia no funciona correctamente por una huelga de no se sabe qué sector de la empresa, acepta que la huida no es posible y se reconcilia con la sociedad mediante la lectura de un artículo sublime, y sencillo todo hay que decirlo, en el magazine Jot Down Spain; Que se jodan.

Por momentos, al menos al principio, el decaimiento se abate sobre uno de nuevo. Pero conforme van cayendo los renglones del texto, uno atisba en lontananza una especie de sabiduría ancestral que viene a decirle algo así como que todo fue sencillo desde el principio. Que se jodan. Al parecer esa fue siempre la regla de oro de la humanidad, joder. A los demás preferiblemente, pero joder al fin y al cabo. Así que poco a poco uno va recuperando la compostura y decide darle otra oportunidad a la civilización. Ya saben, la confianza en la humanidad y esas cosas. Y justo cuando está a punto de conseguirlo, lee otra de esas realidades sociales de las que estamos rodeados y cae sin remedio de nuevo en el pesimismo.

Diez minutos de insulto, en realidad un solo tuit, y cuenta cerrada. Así, sin más. Sin denuncia. Sin reparos. Sin explicaciones. Con el mayor de los papeles de fumar para cogérsela. Y otros gastando tanto tiempo para denunciar abusos en la red, pudiendo haberlo hecho de una forma tan sencilla y rápida. Cuan complicado es a veces acertar el camino a seguir para hacer el bien. Y lo rápido que uno acierta a la hora de elegirlo para hacer lo contrario. Uno continúa leyendo los artículos y advierte varas de medir. Varias. Muchas en realidad, tantas como usuarios o ciudadanos. Una diputada no puede decir “que se jodan”, sin embargo los ciudadanos sí pueden perseguir a otra por la acera en manada, en jauría más bien, como un bestiario universal con los colmillos al viento y las babas cayéndoles por las comisuras de los labios. Sí dos varas ya son demasiadas para una democracia, tener a la vista tantas como pares de manos sea uno capaz de atisbar es el acabose.

Y vuelve a sucumbir al desánimo. Escucha las noticias y sucumbe. Lee periódicos y más de lo mismo. Atiende a las Redes Sociales y se ahoga en la víscera que últimamente lo inunda todo. Así que se acaba por buscar nuevas lecturas. Y no se encuentran. Es como si se las hubiese tragado la tierra. Están desaparecidas. Como si sobre la humanidad hubiere caído una maldición que nos bañara en odio y rabia. De los míos o contra nosotros. Hablando por uno en nombre de no se sabe quienes, algunos se erigen en altavoces de la voz del pueblo. Antaño por estos lares a eso se los llamó gurúes. Hoy son simplemente portavoces de movimientos ciudadanos. Y las palmas de las manos vuelven a moverse espasmódicamente al viento, mientras los que están por las últimas filas no saben lo que están aceptando debido a la lejanía de sus interlocutores.

Pero aún así las mueven. Tantos no pueden equivocarse y sin embargo al pensar eso mismo olvidan que hace poco más de seis meses ya lo hicieron. Tal vez no esos que hoy y ayer animaron esas mismas manos al aire, pero sí otros que legítimamente se guardaron sus palmas para otros menesteres y decidieron hacer uso de su derecho al voto. Y olvidan que la masa no tiene porqué tener razón. Olvidan al individuo, a la persona. Ellos son el verdadero poder de la democracia y permanecen adormilados entre las fauces de quienes pretenden utilizarlos a modo de arietes contra sus enemigos. Arietes. No olvido que yo mismo lo soy. De un bando o de otro. Según el tiempo que haga. Dependiendo de quien sea el que osa meter su mano en mi cartera…

Que se jodan.

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