La cuestión Catalana es una muestra más de hasta qué punto la indefinición puede copar las más altas esferas políticas. En un mundo en el que las ansias independentistas de unos pudieran ser aceptadas por los otros, las ambigüedades que tan gustosamente nos regalan nuestros políticos carecerían de razón de ser. Quedarían privados del poder con el que nos someten a diario. Dejarían de tener un discurso con el que apabullarnos, amedrentarnos y someternos.

En ese aspecto el PSC se acerca a su tensión de rotura. Un partido que como ninguno ha hecho de la indefinición su bandera y ha regalado los oídos de unos y los contrarios con manifestaciones contrapuestas que le han permitido estar, cual rareza cuántica que se precie, en los dos rincones del cuadrilátero y al tiempo hacerlo parecer no como una ambigüedad, sino como una primordial capacidad para el diálogo.

El PP por su parte está llegando a la suya propia. La aparición de VOX es la prueba. Un partido que gana las elecciones con un programa electoral y que aplica el que tenía escondido bajo la mesa camilla en la que se calentaba los pies de barro que le han aupado al poder. Un partido que haciendo de la necesidad virtud abocó a millones de Españoles a la pérdida de derechos laborales y sociales mientras salvaba bancos, concesionarias de autopistas e indultaba asesinos como en de l'Alcudia.

Y aún así los aparatos de estos partidos saben que mientras la ciudadanía vote como ha votado en estos treinta años, su poder distará mucho de quedar aniquilado. Hoy en día, al menos hasta las últimas elecciones efectuadas, hubiese dado igual que en lugar de Rubalcaba o Rajoy hubieren aparecido como cabezas de lista sendas dos cabras, los votos hubieren sido los mismos.

Eso parece que va camino de cambiar. Pero no cantemos victoria puesto que si uno mira detenidamente las estadísticas podrá comprobar que sólo dos millones de Españoles han sido los artífices de los cambios de gobierno en este país. Esperemos que esta vez seamos más.

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