Desde que el pasado día dieciocho estampé mis ojos contra el blanco y negro de las palabras que John Carlin escribió para la sección de opinión de El País, mi cabeza no ha dejado de dar vueltas alrededor de una idea aterradora que fantasea con la posibilidad de que todos, basando nuestras querencias políticas en la lógica racional, pudiéramos acabar convirtiéndonos en potenciales nazis del siglo veintiuno. Baste leer los tres primeros y turbadores párrafos del susodicho escrito, para hacerse una idea de hasta qué punto estamos encaminados a cometer los mismos errores que aquellos Alemanes de principios del siglo pasado. Y el principal culpable de dicho peligro es, para mi, la dictadura que en nosotros provoca la lógica política de las opiniones.

Soy, supongamos, un ideólogo de la extrema derecha. No un lobo solitario, como aquel noruego asesino, sino alguien con el objetivo de generar un movimiento de masas capaz de cambiar radicalmente el panorama político y económico europeo. Veo cómo se desmorona el viejo continente y me convenzo de que mi momento se aproxima, de que la historia me acompaña, de que el mañana me pertenece. La gente vive en la incertidumbre y la indignidad, se siente humillada ante la incapacidad de conseguir trabajo o, si aún lo tiene, de perderlo. Busca a quien culpar de sus penas y, más allá de su justa rabia, quiere soluciones; quiere claridad y yo la tengo.

Sé quiénes son los culpables: las élites políticas y financieras, los inmigrantes que nos chupan la sangre y contaminan nuestras culturas. Y sé también cual es la solución: salir de la Unión Europea, abandonar el euro, expulsar a los extranjeros, recuperar el orgullo y montar, todos juntos y sin lugar para las desviaciones, un proyecto auténticamente nacional.

Pero hay un problema. Aunque no pongo límites a mis ideas poseo la humildad y la inteligencia de reconocer que tengo mis limitaciones personales, de entender que yo no soy el indicado para comunicar el mensaje al pueblo. Soy bajito, tengo un bigote finito y pequeño, pelo lacio y grasiento. Me visto mal. Y aunque sé que estas carencias no obstruyeron el camino triunfal del líder más rompedor del siglo XX, mi debilidad es que no soy un personaje carismático, no tengo el don de encandilar al público con mis palabras, de empatizar con su dolor. Soy, por naturaleza, un pensador, un guía, un asesor. Lo que necesito y lo que estoy buscando, con incansable energía e ilusión, es un líder, un populista capaz de movilizar a las masas, de transmitir mis verdades a la multitud a través no del razonamiento sino del corazón. Dame ese líder y muevo al mundo.

Verán, desde que leí esta hipótesis en la sección de opinión de El País, no he dejado de preguntarme en qué momento todos y cada uno de nosotros deberíamos negarnos a seguir los dictados que nos sugiere nuestra propia lógica política. En qué momento deberíamos decir basta y bajarnos del tren expreso en que se convierten las opiniones y dictados que la masa ciudadana da por buenos. En qué punto la lógica política se convierte en germen de lo que un día se transformará en vergüenza generacional para un país, un mundo o un simple ciudadano.

Los Alemanes no decidieron el asesinato de millones de judíos de la noche a la mañana. Es más, ni los propios nazis decidieron su exterminio enseguida. La decisión fue madurando, cargándose de razones lógicas que todos los ciudadanos fueron aceptando sin reparos. Un pasito tras otro, sin descanso pero sin malicia, que acabaron con el mayor horror vivido por la humanidad en toda su historia. Y solo cuando acabó la guerra, quienes hasta ese día permanecieron ensimismados por la lógica de las opiniones de aquellos días, se dieron cuenta de la espeluznante realidad que habían vivido con pasmosa impasibilidad.

Tendríamos que preguntarnos todos en qué momento estamos dispuestos a abandonar nuestras creencias políticas. Aprender a abrir los ojos cuando nuestras seguridades comiencen a afectar a derechos de terceros. Cerciorarnos de que lo que hoy creemos correcto no es algo de lo que podamos, en un mañana no muy lejano, avergonzarnos. ¿Y saben cómo hacerlo? Conviertan sus aseveraciones en hipótesis y den alas a su imaginación para que éstas sigan un curso natural que predomine sobre sus adversarias. Fantaseen con un predominio de su opción política y diluciden si en esa fantasía cabe cualquier atisbo de divergencia. Y permanezcan atentos a cualquier radicalismo que desde su subconsciente de señales de vida. Síganlo sin enterrarlo de nuevo y observen cómo sin llegar a contradecirles en sus seguridades, convierte sus ideas en radicalismos intransigentes.

Yo lo he hecho y se lo aseguro, me he dado miedo. ¿Serían capaces ustedes de hacerlo? Si contestan que lo han hecho comprenderán la desazón que ahora tengo y el miedo que me provocan mis propias lógicas políticas. Si contestan que no, sepan que son ustedes los que ahora me dan medo a mi.

2 Comentarios:

    Es complicado pero sin duda una buen reflexión

    Un abrazo.

    hay que hacer introspección amigo mío...saber en qué momento nuestras opiniones se convierten en armas de destrucción masiva...

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