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La ventana.

Se levantó y miró por la ventana. Al otro lado del cristal veía pasar multitud personas, todas con la mirada al frente, todas inevitablemente abstraídas de la realidad que las rodeaba, todas caminando por una calle llena de vehículos, de ruidos, de humos, de soledad.

Bajó la mirada y vio a un niño, de no más de seis o siete años, que lo miraba desde la acera de enfrente de forma curiosa, con la mirada que caracteriza a todos los niños que ven algo que no esperan, con la inocencia que lo acompañaría hasta la edad adulta. Si, ver el mundo al ritmo de cuando era niño, con ese pausado tempo que hacía insufribles el paso de las horas desde la mañana hacia la tarde, hacia esas tardes de juegos y aventuras que se centraban en su mayoría alrededor de la Plaza de Cid.

¿Jugaría ese niño en una plaza al menos parecida a la que el frecuentaba de niño? Lo dudaba. El trasiego que había acompañado al paso de los años, había transformado las plazas en simples pasos obligados de coches y motocicletas. Las calles, antaño dominio exclusivo de la chiquillería, de los partidos de fútbol, de los monopatines y los coches de miniatura, de los juegos del pilla pilla y del churromediamangamangotero, de las carreras y las bicicletas, de las chapas y las canicas, eran ahora pasto del dominio aplastante de las máquinas, que no habían sino conseguido apartar a los chiquillos de las calles, para recluirlos en las soledades de sus hogares, alejados de los que siempre pudieron ser sus amigos, a merced de otras máquinas, individualizados por sus propios progenitores y el avance que le brindaron a la humanidad en su juventud.

Recordaba aquella plaza llena a rebosar del griterío propio de una jauría de críos. Decenas de niños de edades que distaban desde los tres años, hasta los más mayores ya cercanos a los trece, disputándose cada palmo de plaza y calle adyacente con los que conseguir un terreno de juego más amplio. Recordaba multitud de portales armados con imponentes abuelos, que desde sus sillas, vigilaban el quehacer de esos críos y les recriminaban sus fechorías. Aquellas amenazas veladas, en las que se advertía de la llegada de la noticia de una fechoría, aún por realizar, a los oídos de los padres en cuanto llegaran a casa.

Si, todo aquello seguro que no lo conocía aquel niño que lo miraba desde el otro lado de la ventana. ¿Porqué lo tenía que conocer? Él mismo cuando era joven,era advertido, por los viejos que se sentaban en los alrededores de la plaza, de que no sabía divertirse. Estaba sin quererlo, juzgando al pobre niño por algo por lo que anteriormente había sida ya juzgado él. Por algo que no podría remediar en toda su vida, por haber nacido en la época que nació. ¿Tenía derecho él a juzgarlo? No claro que no.

Estaba seguro de que cuando le llegara la edad adulta a ese niño, éste se volvería hacia otro chaval y en el pensamiento le proferiría los mismos improperios que le acababa de hacer desde el silencio de su mirada. Estaba seguro que para ese niño, su niñez sería una verdadera niñez y la de los niños que viera desde su edad adulta estaría malgastada, aún sin que estos no pudieran hacer nada. Era, al fin y al cabo, la ley de la vida y el resultado de la evolución de la especie. Los mayores no podrían nunca comprender los actos de los jóvenes, puesto que en caso contrario la evolución se detendría.

Si, aquel niño estaba viviendo la mejor infancia que podría vivir nunca, ¿quien era él para decidir cual de las dos era mejor? Sin duda a ellos los separaba algo más que un cristal de una ventana, los separaban unos cuantos años que evitarían, de aquí hasta el fin de sus días, que el entendimiento entre los dos pasara a más que una simple obediencia debida al adulto. Solo cuando él llegara a su edad lo comprendería todo. Cuando ya no estuviera para disfrutar de su complicidad, cuando ya solo fuera un recuerdo más en la memoria de un niño que una vez lo miró desde la calle.

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